Antología comentada del cuento antioqueño

LA DESPEDIDA


Victoria despertó con el mismo pánico de las noches anteriores. Un frío le atenazó la espalda contra la cama como si estuviera amarrada a un bloque de hielo.

Llevaba casi un mes del agravamiento de su enfermedad, que coincidía con el inicio de aquellos sueños. En ellos se veía en una sala de parto dando a luz, observando la cara de su hija recién nacida, cubierta de un unto blanquecino que la envolvía en un abrazo viscoso. Ansiaba abrigarla en su cuerpo, pero se le tornaba huidiza, transformándose por momentos en una mujer joven muy semejante a ella, que la observaba con sus ojos verdosos. Le repetía a su madre que no quería morir, que ella podía salvarla. En ese momento, Victoria veía que la imagen de su hija se diluía como el humo, y la muerte se llevaba su vida por causa de un excesivo sangrado.

Había amanecido. Palpó su vientre, sintiendo con las manos cómo corría la vida más adentro de su piel.

– ¡Serás niña! - murmuró Victoria entre lágrimas, mientras recordaba la voz de su médico que le advertía del peligro que corría su vida por el embarazo. Tenía casi siete meses, y lo que más deseaba en el mundo era tener a su hija.

Se detuvo ante el espejo para verse en detalle. Era todavía una mujer bella, pero la palidez del rostro y el cuerpo abotagado le recordaron los pacientes que revisaba a diario. Recorrió suavemente el rostro con sus dedos, deteniéndose en las líneas que comenzaban a insinuarse alrededor de los ojos. Trataba de ver más allá de su figura, pero encontraba el mismo cuerpo cansado de trabajar como médica en un hospital de la ciudad. Mientras se observaba, le pareció que por un momento era otra la que estaba al frente del espejo. Una mujer muy joven, de cabello largo y piel blanca la miraba. Victoria retrocedió con brusquedad, advirtiendo un notable parecido con ella. Se le ocurrió pensar que así sería su hija, pero segundos después, cuando la imagen había desaparecido, se dio cuenta de que era la misma mujer con la que venía soñando.

–Estoy enloqueciendo – pensó.

Volvió a acercarse al espejo en medio de un ligero temblor para aplicarse una delgada capa de base sobre la cara. Se tranquilizó al ver en su cuello una estrecha cadena con un crucifijo dorado que había comprado para su niña. Esperaba que la luciera el mismo día que viniera al mundo.

Miró el reloj y pensó preocupada en el turno de doce horas que le esperaba en el hospital, ya que no había dormido casi nada.

Recorrió el largo corredor del hospital que la conducía hasta su puesto de trabajo. Tenía que pasar por la sala de cuidados intensivos y no entendía por qué, desde que venía con las pesadillas, sentía aversión a tener que cruzar por aquel lugar. Cuando estaba más cerca aceleraba el paso y entrecerraba los ojos, pero a pesar de sus esfuerzos sentía tras ella un vaho con olor a muerte que salía de la sala y humedecía sus pasos hasta alcanzarla. Un dolor que endureció su vientre la detuvo. Respiró profundo para tratar de disminuirlo, pero a pesar de su esfuerzo por sostenerse, la fuerte contracción y un mareo la derribaron al suelo.

Cuando se sintió mejor y tuvo fuerzas para levantarse, se percató de que estaba al frente de cuidados intensivos. No experimentó la repulsión de siempre, por el contrario, una atracción indefinible la obligó a entrar. Recorrió la sala con sus ojos en unos segundos. Era amplia y tenía varias camas a cada lado de la pared, separadas por biombos. Sólo unas cuantas estaban ocupadas. Sus pasos tímidos la llevaron hasta el final de la sala. Allí, como escondida del mundo o de la muerte, había una mujer joven acostada, cubierta por una sábana desgastada que le llegaba hasta el cuello. Los brazos, por fuera, mostraban un color terroso que parecía derramarse sobre todo el resto de la piel. Sus labios pálidos se tornaban trémulos al contacto con la vida, que entraba rítmica y forzadamente por un respirador. Al detenerse en los ojos que permanecían entreabiertos, Victoria presintió que desde aquel fondo café-verdoso la observaba. Descubrió en escasos segundos que estaba al frente de la mujer con la que venía soñando. Inmóvil ante lo que presenciaban sus ojos, su memoria le trajo en un instante las imágenes oníricas en las que estaba presente aquel rostro pálido.

– ¡No es un sueño! ¡Está viva! –alcanzó a escucharse a través de la garganta de Victoria, el resto fue un balbuceo incomprensible.

Alguien que tocó con suavidad su hombro, la hizo volver con rapidez. Era Marina, la enfermera de la sala que la había escuchado hablar. Pareció entender la mirada turbada de la médica.

–Hace casi un mes que está aquí. Ha estado a punto de morir varias veces, pero algo parece retenerla a esta vida –dijo mientras miraba con compasión a la joven.

– ¿Ha dicho algo? –preguntó Victoria.

– Cuando ha estado consciente la he escuchado hablar sola. Parece que le dice algo a su madre.

– ¿Qué ha escuchado? –insistió Victoria, sin quitarle los ojos de encima a la enfermera.

– Que tiene miedo de morir. Que la salve.

Aquellas palabras detonaron las imágenes que estaban suspendidas aún en la cabeza de Victoria. Intentó salir lo más deprisa que dieran sus piernas, pero su cuerpo se desplomó.

Cuando despertó, se encontró en una pieza cercana a su puesto de trabajo.

–Sólo fue un desmayo –le dijo su colega de turno, que estaba pendiente de que Victoria volviera en sí – Te encontraron en el corredor de Cuidados Intensivos.

– ¿Cómo?... ¿No estaba adentro?

Su compañero no entendió a qué se refería, sólo se limitó a mover de un lado para otro la cabeza en señal de negativa.

– ¡No pudo ser un sueño! – repitió varias veces Victoria–. La vi tan real...

A pesar de sentirse débil, no quiso ir a su casa a descansar. Quería permanecer en el hospital y continuar su turno. Cuando logró un tiempo libre, se acercó hasta Cuidados Intensivos viendo que salían de urgencia con una mujer. Entró y fue directo hasta el final de la sala. No había nadie en la última cama. Preguntó si estaba ocupada.

–Había una joven, pero acaban de llevarla a cirugía –le respondió una enfermera.

Victoria trató de recordar a la paciente que acababa de ver salir en la camilla, pero sólo había puesto interés en una fina cadena que le brillaba en el cuello muy semejante a la suya. Tampoco encontró a Marina, la enfermera, para que le corroborara su presencia en esa sala unas horas antes.

Cansada, se dirigió al puesto de trabajo. Tal vez dormir le iría bien.

"De nuevo emergió en su sueño la figura juvenil, la misma que unas horas antes había reconocido en el espejo de su casa y en cuidados intensivos. Tenía sus manos sobre el rostro, como tratando de ocultar un llanto que no podía evitar. Victoria escuchó su queja y tras ella una voz que se deshizo en el aire.

-Madre, no permitas que me muera - le dijo, mirándola con sus ojos anegados y acercándose a ella.

Victoria lanzó un gritó ahogado y rechazó los brazos de la mujer que pretendieron asirla. Salió a toda prisa por un ancho pasillo. Al llegar a la puerta del fondo, notó que alguien la abrió del otro lado.

-La esperábamos doctora - le dijo un hombre vestido de cirujano, tras un tapabocas-. Tendrá que morir para que viva su hija...”

Victoria despertó con un ahogo en el pecho y con una debilidad que se había apropiado de su cuerpo. Algo caliente y abundante corría por sus piernas. Era sangre. Reconoció su olor acre y el contacto viscoso entre sus dedos. Apenas si tuvo alientos para incorporarse y pedir ayuda a la enfermera que estaba con ella en el turno.

– ¡Se desprendió la placenta! –alcanzó a escuchar cuando la llevaban de urgencia para cirugía. Trató de abrir los ojos, pero un pesado adormecimiento la inundó y el reiterado sueño apareció como un fantasma: Esta vez encontró a la joven de rodillas frente a ella, advirtiendo cómo se abrigaba entre sus piernas. Le hizo recordar a su hija en el vientre. Cerró los ojos y apretó con suavidad la mano de la muchacha. Cada vez temía más por la vida de aquella mujer, que no hacía más que observarla a través de sus lágrimas. Victoria se sentía cansada y más débil que nunca. Por un momento concibió la idea de morir.

Luego de aquel contacto no quiso separarse más de la joven. Sintió estar unida a ella por un cordón invisible, que alimentaba su vida.

-Tendrá que morir una para que viva la otra - se escuchó una voz que parecía salir de las paredes. Se repitieron aquellas palabras ecolálicas como una sentencia.

Victoria apretó a la joven contra su pecho. Había empezado a comprender...

Victoria entreabrió los ojos y reconoció a su médico junto a ella. Le estaba haciendo una cesárea, no era un sueño. No podía moverse de la cintura hacia abajo a causa de la anestesia, pero distinguía aunque con dificultad, lo que sucedía a su alrededor. Luego de unos minutos un frío atravesó sus huesos y se esparció por su cuerpo y una debilidad creciente le impidió sostener sus párpados.

– ¡La perdemos, la perdemos! –escuchó Victoria que gritaban; después sólo alcanzó a escuchar el débil llanto de su bebé, que pareció despedirse de ella.

Muy despacio intentó abrir los ojos sin lograrlo una mujer que yacía en una cama de cuidados intensivos. Estaba cubierta por una sábana limpia que le llegaba hasta el pecho, dejando ver en su cuello una estrecha cadena dorada. Su cuerpo hinchado y pálido, parecía arrullarse con el ritmo del respirador al que estaba conectada. No podía moverse por más que lo intentaba; sus oídos eran los únicos sentidos que le aseguraban estar viva. Luego de un rato escuchó una voz masculina que se acercó a la sala.

– ¿Cómo pasó la noche? – preguntó.

–Ha estado inconsciente desde que salió de cirugía doctor –respondió una mujer–. ¿Se salvará?

–Sí –contestó el hombre. Y miró a lo lejos como tratando de asir algún recuerdo.

–Fue extraño... –murmuró el médico.

– ¿Qué? –preguntó la enfermera.

– Creí escuchar su voz cuando terminé su cirugía.

– ¿Dijo algo?

– Si. Pareció que se despedía de alguien.