Rompiendo el silencio

Encuentro con el asombro

Permanecí largo tiempo tras la ventana, mientras el cristal se empañaba incesantemente por la lluvia, tornando opaco el conjunto atardecido de pinos y alamedas. Esperaba la llegada de Margarita que en cualquier momento aparecería. Habían pasado veinte años desde el último encuentro; ni siquiera estaba segura de reconocerla. Recordaba a menudo su mirada de asombro que se reflejaba en sus grandes ojos de almendra y su cabello largo del color del cobre, pero lo que más arraigado tenía en mi memoria era su vestidito lila que le llegaba a las rodillas, el cual se ponía en los días especiales. Hoy, después de tanto tiempo, aún lo conservo entre las cosas más entrañables de mi pasado.

No sabía si ella me perdonaría haberla abandonado y, peor aún, por no escuchar sus ruegos ni quejas cuando varias veces intentó hablarme. No le expliqué los motivos de esa partida que apenas hoy comienzo a vislumbrar.

Para tranquilizarme decidí caminar por los viejos corredores de la finca. Reconocí el olor a madera húmeda que tanto me gustaba desde cuando era niña. Los guayacanes florecidos marcaban el lindero y los girasoles permanecían abiertos buscando la luz que empezaba a menguar. Era la única persona que presenciaba desde allí la caída del atardecer asperjado de lluvia y arreboles.

Salí hasta la hierba y caminé sobre las piedras enlodadas, mi cabello largo quedó empapado en pocos minutos, al igual que mi abrigo negro y la bufanda de seda que me cubría el cuello. Estando allí llegó Margot, con su rostro acre y mirada de lince. Estaba salpicada de fango y cubierta de lluvia. No dijo una palabra. Me observó por un momento y entró a la casa sin darme tiempo para decirle que se fuera. La seguí hasta la chimenea, observando cómo quedaba tras de nosotras un par de huellas en el piso de madera.

Se quitó despacio su abrigo y la bufanda de seda que llevaba puesta. Su figura delgada y su piel de arena trajeron mi presente del que venía huyendo desde hacía un buen tiempo. No quería volver a verla, estaba cansada de sus actitudes convencionales guiadas por la razón, de sus concepciones precisas y su falta de asombro. Valiéndome de artificios complicados lograba a veces alejarme unos días, pero Margot me encontraba y me repetía como una cantinela que jamás me dejaría. En esta ocasión, había puesto mi mayor empeño en escabullirme para encontrarme con Margarita en la casa de campo donde había transcurrido mi infancia. Sabía que no vendría si la mujer de rostro acre estaba conmigo.

- Creí que no nos veríamos por estos días - dije a secas

Margot me miró. En su rostro pálido sobresalían los labios apretados y las cejas revueltas.

- ¿Sabías de mi encuentro con Margarita?

No me contestó. Se acercó hasta la puerta y la abrió; disfrutaba con el frío que recorría su cara y con el afuera que se iba desdibujando entre la bruma vespertina.

- ¡Sabes que no vendrá si permaneces aquí! - grité.

Nos quedamos en silencio, apenas se escuchaba el ruido de la lluvia tropezando contra la madera vieja de los pequeños postigos.

- ¿Por qué te empeñas en seguirme? ¡Ya no puedo contigo! - vociferé, advirtiendo que pasaba el tiempo.

Caminé de un lado para otro y prendí un cigarrillo que aspiré con fuerza. La miré muchas veces, en ocasiones con saña, pero Margot seguía impasible.

- ¡Quiero que te vayas! ¡Mejor si no vuelves!

Ella se volteó despacio. Su cabello largo humedecido le brillaba. Me dijo que no se iría nunca, puesto que la había escogido a ella en lugar de Margarita.

Me desesperaban cada vez más sus respuestas escuetas. Sabía que no saldría de la casa, así que lo hice yo. De la tarde quedaban unos escasos nubarrones amarillos a lo lejos. Corrí hasta el jardín y me detuve en la Ceiba silenciosa y cómplice de mis días; creí ver a Margarita tras su enorme tronco. La escuché recriminarme por las muñecas de trapo que nunca le di. Lanzó frases inasibles en un lenguaje que no logré entender. Me quedé quieta, ni siquiera me atreví a parpadear temiendo que su imagen se fuera, pero sin saber cuándo, eran los ojos pardos de Margot los que me observaban.

- ¡No vendrá, no vendrá! - alcancé a decirle a Margot en medio de un llanto seco.

Por fin pareció cambiar su indolencia, comenzó a mover de un lado para otro la cabeza y muy despacio abrigó su cuerpo con sus manos de mujer joven. Lloró por largo tiempo ante mí; me senté a su lado y apreté su mano entre mis manos, sintiendo su piel que también era mía. Por fin Margot había comprendido que tenía que irse. Su vida se aquietó entre mis brazos y exhaló frente a mí su último aliento. Logré retener su pasión por lo que amaba.

Amaneció. Aspiré fuerte el vapor que desprendía la mañana y observé los árboles del entorno. Tenían la misma frescura de veinte años atrás. Me senté en medio de ellos y volví distraída la mirada hacia atrás, ahí estaba Margarita, recogiendo las flores amarillas de los guayacanes que habían caído sobre la hierba. Amaba su ternura y su capacidad de asombro, que hacían dibujar un par de hoyuelos en su rostro menudo. Permanecían con ella todavía, esperando por mí.

Llegué despacio hasta ella, la agarré con miedo a perderla de nuevo, pero algo sucedió. Comenzó a derramarse, como hilos de arena, por entre mis dedos sin poder asirla, disolviéndose ante mis ojos.

- ¡Me perdí en el tiempo! - alcancé a escucharle decir antes de que desapareciera.

Desesperada traté de hallarla en el suelo, busqué partículas color de arena, con todo ese pasado que quería recuperar. Fueron vanos todos mis intentos, había quedado disgregada sobre la tierra húmeda.

- ¡No pude, no pude! - grité con todas mis fuerzas.

Volví a la casa, con Margarita se marchaba mi esperanza de cambiar.

Recostada contra la puerta, mis cabellos revueltos que todavía conservaban algún tinte cobrizo de antaño, cubrían mi cara y ocultaban mis palabras que con pesadumbre seguían invocando a la niña de vestido lila.

No sé cuantas horas transcurrieron, pero una presencia cálida sobre mi rostro me arrebató del sueño. Vi a Margarita a mi lado, mi pasado se reflejaba en su rostro. Me quedé quieta para que no desapareciera de nuevo, aunque una convulsión me sacudía por dentro. Me observaba sin pestañear, recorriendo mi cuerpo, reconociéndose en cada parte de mí ser después de tanto tiempo. Se acercó aún más y pasó con suavidad sus dedos por mi piel para luego unirse a mí en un abrazo silencioso.

Había caminado un trecho largo por la floresta, cuando volví la mirada hacia atrás. La casa se veía lejana, como si hiciera parte de una fotografía antigua. Me acomodé el abrigo negro y arreglé mi bufanda de seda alrededor del cuello. Disfrutaba con el entorno del camino mientras sonreía sin miedo al sentir que el asombro me inundaba de nuevo. Podía comprender, sin necesidad de la razón, que aquel paisaje estaba vivo y me murmuraba algo que no escuchaba hacía veinte años. Al fondo vislumbré la ciudad; amaba con pasión ese presente nuevo que se despertaba misterioso, que había estado desapercibido y ahora observaba atenta con mis ojos de niña.