Ellas escriben en Medellín

MÁS FUERTE QUE TODO

A mi padre

Aquel sábado llegué temprano a la casa. Quería estar más tiempo con mamá ya que no sabía cuándo volvería a verla. Le había dicho que en pocos días me marcharía. No quise darle los detalles de mi viaje, ni cuánto demoraría. Me limité a decirle que era un traslado de tipo laboral. Aún recuerdo como frunció los labios y las cejas, como si un dolor repentino se hubiera apoderado de ella, pero con rapidez deshizo la mueca temiendo que la viera. Me abrazó con fuerza y dijo que si era para mejorar tenía su bendición. Agaché la cabeza y me volteé, no quería que notara mi culpa. Me mortificaba la soledad que tendría que vivir sin mí.

Al abrir la puerta pensé que no había nadie, el ocaso comenzaba a inundar la casa con sus sombras informes. Escuché una vieja canción que venía del fondo, la preferida de mi madre. Me cautivó su cadencia nostalgiosa así que seguí sus huellas que habían quedado como un camino sonoro por la casa. Llegué al cuarto de donde salía la tonada, se escuchaba clara. La puerta entreabierta permitió que la viera de espaldas sentada junto al tocadiscos, con un camisón desteñido que se ponía cuando se sentía enferma. Una botella de aguardiente y una copa estaban a su lado.

– ¿Qué te pasa mamá? – dije desde la puerta–. ¿Por qué tomas sola?

Repetí mi pregunta más fuerte pero no respondió. Observé su cabello blanco arremolinado y sentí deseos de embriagarme con ella. Me senté a su lado, ni siquiera se movió, continuaba dando la espalda, sumergida en un bolero que sonaba de nuevo y decía “Se vive solamente una vez, hay que aprender a querer y a vivir…” Poco a poco me contagié de su melancolía y sin saber cuándo sus recuerdos y los míos, como telarañas, comenzaron a entretejerse hasta llegar a un encuentro inexplicable de las mismas evocaciones...

Esa noche papá llegó tarde, era algo que hacía con frecuencia desde cierto tiempo atrás. Fue directo a tu cuarto.

– ¡Tengo hambre! –dijo mientras te quitaba la cobija.

– No hables tan duro que despertarás a la niña –dijiste mientras te levantabas–. Te haré la comida.

Después escuché como los pasos estrepitosos de él se iban yendo contigo. Me levanté y caminé descalza hasta el umbral de la cocina. Un fuerte olor a licor me abofeteó en oleadas. Desde allí escuché a papá repetirte una y otra vez que ya no te amaba. No dijiste nada, te quedaste sentada sin moverte, a pesar de que sus palabras, en estampida, no hicieron más que aplastarte. Sólo arrugabas con insistencia el delantal que tenías puesto, mientras mirabas al suelo. No sé si fue el frío, pero algo de pronto me arrebató el aire.

Permanecí sentada, sintiendo cómo me derrumbaba lentamente, porque hasta ese momento había guardado la esperanza de que tu padre me amaba. Quise creer que era el licor, pero no, sus palabras implacables le venían de adentro. Cuando tuve fuerzas para responder, no pude gritarle esas verdades que me estaban quemando, porque miré hacia atrás y te vi, aterrorizada, escrutándonos con tus ojos cervatos, descubriendo lo que quería ocultarte a tus escasos siete años. Por ti no dije nada, y corrí a abrazarte.

– Tu padre ha tomado bastante –dije para tranquilizarte–. Ha peleado con sus amigos y por eso me dice esas cosas. Te apaciguaste y pude llevarte a tu habitación, quedándome contigo hasta dormirte. Luego, pude llorar tranquila y hablar ante tu sueño de lo que ya no era mío.

Claro que vi cuando papá empacaba. Lo hacía en una maleta vieja que me recordaba olores desgastados. No dejaba de mirarlo, tenía que aferrarme a su imagen ese último momento que la vida me estaba dando porque presentía que no lo volvería a ver. Cuando terminó, salió despacio, así que pude esconderme para que no me viera. Antes de que se fuera, pude escuchar lo que te decía en un lánguido tono:

–Algo más fuerte que todo me arrastra hacia ella.

Papá no dio más explicaciones, ni tú se las pediste. Las palabras se habían agotado entre los dos. Sentí morirme cuando observé los ojos de mi padre, tan llenos de ese irse que no podía creer.

Tu padre se alejó muy despacio, como si le pesara mucho lo que llevaba en su equipaje. Por un momento pensé que no resistiría, que saldría tras él para implorarle que no se fuera y para gritarle mil veces que lo amaba todavía, pero me quedé paralizada, observando cómo mi felicidad terminaba de doblar la esquina para siempre. De pronto sentí tus manos pequeñas, apretándome las mías. No supe que decirte, se me ocurrió recriminarte porque estabas ahí. Te senté en un sillón, mientras permanecía arrodillada frente a ti, acariciando tu rostro, sintiendo cómo mis fuerzas se iban disolviendo en el fondo de tus ojos húmedos.

–No llores mi niña, tu padre ha salido por viajes de negocios –te dije, sin saber de dónde había sacado alientos–. No quiso despertarte, por eso no se despidió de ti. Tenía que mentirte, no podía permitir que la vida te diera un zarpazo todavía.

Pasaron meses sin que supiera algo de mi padre; por fin un día me dijiste que se había ido muy lejos con alguien y no volvería. Guardé silencio y, otra vez, como venía haciendo cuando lo recordaba, tragué con fuerza para que no se me escapara el llanto. Nunca entendí porqué también a mí me había olvidado. A partir de aquel momento un odio por él se engendró desde lo más profundo de mis sentimientos, ahogando mis mejores recuerdos a su lado. A veces, en ocasiones inesperadas, su imagen me llegaba como una aparición y me seguía incesante. Una noche entre dormida le grité a su sombra que no volviera más, que mi odio hacia él era lo único que alimentaba su evocación. Después de aquel día jamás volvió. Eras tú madre, lo único que tenía. Por eso comencé a odiar tus salidas y me aferré a cada paso que dabas por miedo a perderte. Desprecié tu esmero por esconder las arrugas con maquillaje en exceso y cómo teñías las canas que comenzaban a irrumpir en tu cabeza. Te dije que necesitaba de ti para que no fuera a perderme por los caminos que mi padre había dejado abiertos.

Cuando el amor se fue, el invierno emergió hasta que cubrió mi cuerpo con su escarcha. Después de varios años, llegó alguien que podía hacer volver a mí la primavera. Pero pronto te opusiste. Me hablabas de tus miedos y tus noches en espera de mí. No sirvió hablarte de mis carencias, eras muy joven todavía. Para aminorar el terror que invadía tu sueño, decidí que serías mi único refugio y dejé pasar de largo aquella primavera que regocijaba mis sentidos.

El licor se había terminado, al igual que la canción de Leo Marini. La oscuridad habitaba la casa y sólo las luces multicolores del tocadiscos permitían ver un poco adentro de la habitación. Por ellas pude ver el rostro de mi madre cuando se volteó para ver el mío. Quiso hablarme, pero algo muy hondo en ella pareció callarla.

– En días como estos quisiera morirme –dijo después de un rato.

– ¿Es mi partida la que te tiene así? ¿O son los recuerdos de él que todavía te persiguen?

Ella suspiró con fuerza.

– ¡Son tus mentiras las que me tienen así! –Trató de incorporarse, pero un temblor se lo impidió –. ¡Has acabado conmigo!

– ¿A que te refieres madre?

– Por lo menos debiste esperar hasta que yo muriera –tambaleante se incorporó, su mirada perdida parecía buscar los momentos a mi lado a los que tal vez no le había dado suficiente importancia.

– ¿De qué mentiras hablas? –balbuceé entre dientes.

Mi madre, vencida, agachó su cabeza.

– ¡No puedo soportar que seas tú quien repita la historia!

Ella lo sabía. No pude hablar, ni tampoco mirarla. Sólo comencé a respirar más aprisa, pues sentía, como de pequeña, que me faltaba el aire.

– ¡No podía confesarte esa verdad! –comencé a llorar–. ¡No podía decirte que me iba con mi amante mientras su familia se quedaba huérfana como alguna vez nos quedamos nosotras!

– ¿No te das cuenta que todas mis renuncias no sirvieron de nada?

Ya no podía más con mi culpa, ni con el peso de toda su renuncia. Mi madre estaba en el suelo, ahogada por el peso de todas mis verdades. Quise abrazarla y pedirle perdón pero sería inútil. Comenzaron a asfixiarme los recuerdos que, como espectros, flotaban en la habitación. Desesperada me acerqué a la ventana para respirar un poco de aire, fue cuando sentí después de muchos años la sombra de mi padre, pero en esa ocasión no fue el odio el que invadió mi memoria. Por primera vez una alegría inefable me llegó al sentir su presencia. Recordé sus manos firmes acariciando las mías temerosas y su amplia sonrisa posada sobre mi frente para contarme una historia. Mientras seguía allí, muda ante el recuerdo de papá, escuché su voz venida desde muy lejos, podía distinguirla entre los ruidos callejeros. Me repetía con dulzura, una y otra vez, que algo más fuerte que todo lo arrastra a uno a seguir el amor, a seguir adelante.