La mujer de la lluvia

La noche anterior había peleado con Jaime porque encontré una foto en su chaqueta donde estaba dándole un beso en los labios a una mujer embarazada. Ella llevaba el cabello largo, engominado y el tatuaje de una mariposa en su pecho. Su mirada insolente y el vientre abultado que se observaba a través de su vestido azul parecían desafiarme.

Él no me dio ninguna explicación cuando le mostré la fotografía, me la arrebató y salió de inmediato en su carro a pesar de la tempestad que azotaba a nuestra casa de campo. Intenté detenerlo para que me explicara, pero una avalancha de dolor había caído sobre mí y solo tuve fuerzas para sentarme el resto de la noche en la mecedora de la habitación, mirando la oscuridad y sintiendo cómo las lágrimas traspasaban mi rostro y mis recuerdos. Ni el tintineo incesante de la lluvia sobre el techo, el dolor que atenazaba mi pecho o el frío que alargaba sus brazos helados hacia mí, lograron sacarme de la cabeza aquella mujer del vestido azul. Para tratar de borrar su imagen, recordé el día de mi boda con Jaime, nuestros viajes, los momentos en que lo ayudé a salir de su depresión por la muerte de su madre y las dificultades de los últimos tres años porque no podía embarazarme.

Al despuntar el amanecer, salí al jardín de la casona, respiré varias veces el aire fresco y el olor a musgo que desprendían los pinos. El césped, mullido, acarició mis pies y vi como las gotas de rocío, se deslizaban somnolientas todavía, sobre las hojas del siete cuero. Era una hermosa mañana, sin embargo, el frío erizó mi piel y sentí como si de un golpe se hubiera vaciado mi vida. Decidí caminar para apaciguarme y sacar las ideas que se habían enraizado en mi mente. Salí por el sendero aledaño a la finca, tenía un tapiz de hojas húmedas y las ardillas, juguetonas, trepaban de un árbol a otro. Recorrí por unos minutos aquella verde tranquilidad y al final del camino vi a una mujer sentada, dando la espalda, mirando el horizonte. Me acerqué en silencio hasta ella, pero el crujir de unos chamizos bajo mis pies, le hizo voltear la cabeza. Sus ojos de un verde amarillo entristecido me observaron por un momento. Esbozó una sonrisa desganada y giró de nuevo su cabeza. Desde allí se veía una gran parte del pueblo, sobresalía el blanco zigzagueante de las casas que parecían revelar un rostro.

-¿Puedo sentarme con usted? – se me ocurrió decirle.

Su mano crispada me señaló donde sentarme. El agua le escurría por su chaqueta y su vestido azul como si una nube estuviera lloviendo sobre ella. El temblor en su cuerpo me hizo detener en su piel amoratada y en su cabeza, donde tenía restos de hierbajos amalgamados con barro que le escurrían por la frente y las mejillas.

-¿Por qué no va a cambiarse? ¡Se va a congelar! - le dije preocupada.

-No importa. Ya no siento frío – su voz ronca, quizá por su garganta entumecida, me sobrecogió.

- ¡Si desea, venga a mi casa para lavarse! ¡Yo le presto ropa seca!

-No, tengo que ir al hospital… allá esta mi hijo.

-¿Qué? – balbuceé.

- Anoche di a luz a mi bebé, pero murió…- dijo casi inaudible.

-¡Por dios! ¡Debe de estar muy débil!

-Si no le importa, quiero estar sola… - su mirada de glacial se posó en la mía.

Bajé mi cabeza para evitar que una oscuridad salida de sus ojos atravesara los míos.

- ¡Por lo menos, déjeme ayudarla a parar! – y tomé una de sus manos, helada como el mármol.

- ¡No, por favor! – respondió y la retiró-. Quiero estar un rato más en este lugar.

Retomé el camino de regreso a casa, mi cuerpo temblaba, su resquebrajamiento había atravesado mi piel y su tristeza se sumó a la mía. Su rostro me pareció conocido, pero en aquellas circunstancias no me detuve a repararla. Me llegaron imágenes de un bebé muerto, cubierto entre una mortaja blanca y la de ella, acostada en una camilla sobre un charco de sangre, con la cara contraída, balbuceando, con sus ojos abiertos mirando hacia el techo, como si estuviera rezando.

Me sepulté bajo mis cobijas, tal vez su calor me ayudaría a dormir y olvidar aquella mujer que parecía haber traído la lluvia, pero no pude dejar de pensar en ella. Me vestí con lo primero que encontré y salí en mi automóvil para el hospital. Era un edificio de dos pisos, con paredes envejecidas de tiempo en cuyo muro principal estaba el arcángel Gabriel luchando con la muerte por un hombre en agonía. Llegué a la recepción y una enfermera me atendió con cordialidad.

- Vengo a preguntar por una mujer que dio a luz anoche… - dije titubeando.

- ¿Se refiere a Luz Dary Ocampo? ¿Es usted familiar?

- Si…- sentí que las palpitaciones de mi corazón levantaron mi blusa.

- ¡Gracias a Dios que alguien llegó! Vino sola y ni siquiera trajo un documento de identificación.

- ¿Qué sucedió? – exclamé a pesar de un taco que se hizo en mi garganta.

- Tengo que darle una terrible noticia, señora… - su voz se quebró y sus labios se fruncieron -. El bebé murió y ella no soportó la cirugía porque el médico no pudo controlar la hemorragia…

- ¿Qué? – grité aterrorizada- ¿Ella también murió?

- Si – bajó la cabeza.

- ¿A qué horas?

- A las 3 de la mañana. Lo siento mucho, señora. No pudo hacerse nada.

- ¡No puede ser posible! ¡Debe ser otra persona! – exclamé acercándome al mostrador y cubriendo mis labios con la mano.

- No hubo otro deceso anoche…

- ¡Quiero verla para ver si es la misma persona! – protesté perturbada.

- Necesito su documento, por favor.

- Pero ella no se llama Luz Dary Ocampo, se llama Amanda Ramírez y es mi prima – dije, dando mi primer apellido.

La enfermera me observó con detenimiento el rostro.

- Está bien. De todas maneras necesitamos que un conocido suyo la identifique.

Me abrió una puerta y atravesamos el ala oeste del hospital. Mis piernas temblaban y mi respiración se aceleró. Estuve a punto de decirle que era una mentira, pero necesitaba verla, pues estaba segura que la mujer de la lluvia me había hecho una broma macabra.

Cuando llegamos al anfiteatro, la enfermera retiró del cuerpo una sábana blanca. Mis ojos desencajados observaron sus labios delgados que esbozaban una tenue sonrisa de desgano, un tatuaje de mariposa en el pecho realzaba su piel blanca, exangüe y sus ojos verde amarillos entreabiertos parecieron mirarme. Un frío serpenteó por mis piernas y pensé que caería de bruces sobre ella.

-¡No es posible! – grité retirándome de la plancha metálica.

-¿Entonces, es su familiar? – exclamó confundida la enfermera.

Salí afuera de la morgue sin decirle nada, pues me faltó el aire y un llanto inevitable le hicieron creer que era mi prima.

- Quiero entregarle sus pertenencias… -me dijo en voz baja y me entregó un vestido azul y una chaqueta de cuero.

- ¿Por qué están mojadas sus vestimentas? – exclamé asustada.

- Así llegó anoche al hospital. Parecía tener un nubarrón sobre la cabeza.

Dejé caer las prendas y sumida en un espanto que me apretaba el pecho, me dirigí hacia la puerta de salida.

- ¡Por favor, no se vaya todavía! – exclamó la enfermera detrás de mí.

- No es mi prima… -balbuceé.

- Entonces… ¿Por qué llora?

Iba a responderle, pero mis palabras se atragantaron cuando sentí tras de mi los pasos de lluvia de aquella siniestra mujer, que me obligaron a salir de inmediato.

Abrí el carro con dificultad pues la llave no me entraba en la cerradura y me dirigí hacia mi casa de campo, pero en el trayecto sentí de nuevo su presencia cuando posó su fría humedad sobre mis manos que temblaban y me obligó a conducir por el carril contrario. En la siguiente curva, su rostro exangüe, que esbozaba una sonrisa insolente, ocupó gran parte del parabrisas y no me permitió ver hacia donde conducía. Un frío subió a mi cabeza, pensé que me estrellaría y de inmediato me vi en la plancha metálica de la morgue, junto a ella, pero algo hizo sacudir mi pie derecho y frené con fuerza, golpeándome contra la cabrilla. Cuando reaccioné, su imagen se había ido y un precipicio a un metro del carro parecía invitarme a dar el salto. Intenté gritar, pero no salió voz alguna y mi cuerpo, paralizado, no me permitió moverme. Respiré más despacio, traje a mi mente el rostro dulce de mi madre y poco a poco mis manos pudieron soltarse de la cabrilla. Cuando volví a tener control de mí, salí del carro y tomé un agua aromática en el primer lugar que encontré. Allí lloré hasta calmarme y sacar un poco a la mujer de la lluvia de mi cabeza. Después de dos horas regresé al carro y lo prendí, todo estaba bien, así que conduje muy despacio hasta mi casa sin que sucedieran más contratiempos. Allí, la mañana transcurría apacible, el olor a Jazmín invadió el interior y la luz de la mañana entró silenciosa a través del vitral amarillo de la sala, posando su tibieza sobre el sofá. Pero no me dejé seducir con aquel remanso y recogí mi ropa para irme cuanto antes. Cuando pasé por la cocina, observé mi pocillo personal sobre la mesa, el aroma a café aún se desprendía del líquido que había y el calor del pocillo atravesó mi mano cuando lo recogí.

- ¡Yo no he tomado café hoy! ¿Regresaría Jaime? – pensé.

Lo busqué por la casa, pero no había rastros de él. Fui hasta mi habitación y encontré mis cobijas dobladas sobre la cama y el grifo de la ducha aún goteaba.

-¿Qué está sucediendo? – exclamé turbada.

Salí al patio de la entrada y me acerqué al carro, la tapa delantera estaba fría, con un resto de escarcha del rocío.

-¡Ha sido un terrible sueño! ¡Mi pelea con Jaime me enloqueció! –exclamé con alivio.

Entré a la casa, recogí mis cosas y cerré el portón, pero antes quise volver al sitio donde había encontrado a la mujer que goteaba lluvia y pantano para corroborar que todo había sido un sueño. Me tranquilizó ver desde unos metros atrás que no había nadie. Me acerqué más, mientras pensaba que tendría que pedir ayuda sicológica por aquel trastorno de la realidad, pero un frío recorrió mi espalda cuando bajé la mirada hacia donde la había encontrado sentada. Allí había un charco de agua sangre mezclada con hierbajos y en el centro ondulaba una foto donde estaba la mujer de la lluvia con su vestido azul, abrazando a mi esposo bajo un cielo de arreboles, con su tatuaje de mariposa a punto de levantar el vuelo.